jueves, 19 de mayo de 2016

Per Crucem Tuam Redemisti Mundum










En La Cruz… esta la Vida

   La ley universal, promulgada en el origen del mundo y a la que nadie escapa, sea justo o pecador, es la ley del dolor, patrimonio común de la humanidad. La senda que conduce a la eternidad esta jalonada de multitud de cruces, grandes y pequeñas, pesadas o livianas, proporcionadas a la talla de cada uno. “Vuélvete arriba, vuélvete abajo, vuélvete fuera, vuélvete dentro, y en todo esto hallaras cruz,” dice sabiamente la Imitación de Cristo. Como sigue la sombra al transeúnte, el sufrimiento acompaña a cada paso al peregrino de Dios. Toda la vida cristiana es Cruz.

   El sufrimiento se ceba en el hombre entero, en su cuerpo y en su alma, porque es un misterio emparentado con el pecado; pero Dios quiere que suframos y que suframos bien, con pleno asentimiento a su voluntad y conforme a sus designios. No está la cosa en sufrir, sino en sufrir como Dios quiere.

  Lo que constituye el valor, la hermosura y grandeza al dolor, es la calidad de la acogida que se le hace; puede ser bendición o maldición, porque en el Calvario hubo dos ladrones sometidos a idéntico suplicio, que hizo santo a uno y réprobo al otro.
El sufrimiento solo se convierte en acto religioso, en sacrificio espiritual, cuando lo inspira la fe, se acepta generosamente y se consuma en la caridad. Quien desconoce su origen y su fin y le soporta estoicamente como una fatalidad; y quien lo rechaza rebelde y blasfemando, no hace sino agravar su martirio y hacerse dos veces miserable y desgraciado. El sufrimiento que glorifica a Dios, santifica el alma y contribuye a salvar al mundo es el que se conforma en todos los aspectos con la voluntad divina. Esa misma conformidad consiste en aceptar voluntariamente la cruz, de cualquier parte que venga, y en llevarla en pos de Cristo silenciosamente, con valentía y amor.


Lo menos que se puede esperar y exigir de un fiel discípulo de Jesús crucificado es la resignación, paciencia y silencio cuando la cruz llama a la puerta. Hay otras almas, pocas por cierto, que aceptan gozosas, agradecidas y amorosamente la cruz, que se adhieren a las disposiciones crucificantes de la Providencia con plenitud, sin condiciones ni reserva; sin murmurar, recriminar ni desalentarse.
   De todas las señales de perfecta conformidad con la voluntad divina en el sufrimiento, la mejor es el silencio, patria de los fuertes, de cuantos saben trabajar, Luchar, sufrir y morir sin despegar los labios.

   En la pasión de Cristo es más conmovedor su silencio majestuoso que su terrible martirio. A imitación del Maestro, guardemos silencio. En los golpes, desgracias y molestias de la vida, mejor es callar. En la hora del sufrimiento, la enfermedad y el luto. . .silencio. Ante la injusticia de unos y la maldad de otros. . .silencio. Que nuestro silencio sea la proclamación tácita y el testimonio mudo de nuestra sumisión amorosa a todos los designios y disposiciones de la Providencia. Y además, silencio de la mente, que no discute, juzga ni critica, sino que sigue dócilmente las reglas de la fe.

Silencio del corazón, que no alimenta tristeza amarga, rencor o venganza contra los causantes del sufrimiento.
 Silencio de la voluntad, que sin protesta ni oposición sorda, se deja machacar y blandamente se identifica con el beneplácito divino.
 Silencio de toda nuestra alma en muda adoración ante la majestad y soberanía de Dios.

 Porque el sufrimiento es un gran señor, de noble linaje, que en su fisonomía ostenta rasgos del divino Crucificado. Permitir que se introduzca en el alma y en la vida, hacerle compañero de ruta y caminar con él en seguimiento de Jesucristo por el camino real de la Cruz, es más que un honor, es exultación y fiesta.

  Dios quiere que suframos, y al mismo tiempo, quiere que esa voluntad crucificante aceptada, amada, abrazada y ejecutada se convierta para nosotros en secreto de felicidad. Uno de los grandes misterios  y maravillosos prodigios del cristianismo consiste en haber sabido unir dos cosas al parecer contradictorias: la alegría y el sufrimiento, el martirio y la bienaventuranza.

 “Bienaventurados los pobres. Bienaventurados los que lloran. Bienaventurados los que padecen persecución.” Ese manantial de gozo en el sufrimiento proviene del amor ardiente, imitador de Jesucristo, que halla su expresión y testimonio en la perfecta conformidad de la propia voluntad con la de Dios.
Si miramos las tribulaciones en sí mismas, son espantosas, pero si las miramos en la voluntad de Dios, son una delicia.


- El abandono en la voluntad de Dios es la forma suprema de la conformidad con esta misma voluntad divina, que reposa sobre el dogma de la Providencia; su poder, sabiduría y bondad, tres atributos divinos que intervienen de modo especial en el gobierno del mundo.

Poder infinito y universal, que extiende su dominio a toda criatura.
Nada sucede en la tierra sino por la voluntad de Dios o por su permisión, y que desde la eternidad no haya sido ideado, previsto, amado y querido por el Altísimo. Por esto, debemos ver el beneplácito divino en todos los acontecimientos: en la enfermedad, en la muerte, en la aflicción, ‘en el Consuelo, en las cosas adversas o prósperas, en todas las cosas que son previstas por Dios para nosotros.
Creamos que cuánto. Nos sucede contra nuestra voluntad sucede solamente por la voluntad de Dios.

En su gobierno, la Providencia obra con tanta fuerza como sabiduría, es decir, con miras a su gloria.

La humanidad parece titubear entre momentos de histeria o de Locura. Son innumerables los acontecimientos, crímenes, catástrofes que nos sorprenden, asombran y escandalizan, y de los cuales somos con frecuencia víctimas inocentes. No comprendemos; y sube a los labios la espontanea pregunta: "¿por qué Dios ha permitido esto?” En su lugar, hubiéramos actuado de distinto modo. Lo que, por otra parte, no quiere decir que hubiese sido mejor.
En su actividad de gobierno encierra la Providencia misterios y profundidades que producen vértigo, y en las que la razón y la fe se ven siempre amenazadas de perecer. Por qué. . .?   Lo sabremos más tarde y comprobaremos con admiración que lo que semejaba locura era sabiduría; que la injusticia aparente era justicia y que el desorden de un momento desembocaría en el orden supremo y eterno: la gloria de Dios.

   Hay un último carácter de la Providencia, que es el más conmovedor; hablamos de la bondad. Dios gobierna al mundo no solamente como Creador, sino también como Padre. En nuestra vida se revela su paternidad en todo momento y en toda circunstancia. Nos ama desde siempre y con qué amor! Amor maravilloso, incesante, inmensamente generoso. Nos creo por amor y con idéntico amor preside nuestro destino temporal y eterno. Su mirada esté fija sobre nosotros como la de la madre inclinada sobre la cuna del niño, atento a preservarnos del mal y a colmarnos de bendiciones. Un padre como Dios solamente puede hacer el bien a sus hijos. Hemos de creer, aun cuando no siempre lo comprendamos, que todo lo que viene de su mano, hasta el sufrimiento, procede de su corazón.
De la doctrina de la Providencia se desprende una conclusión imperiosa, que consiste en la obligación de someterse a sus decretos ineludibles y en confiar en sus disposiciones paternales, con la certidumbre de hallarnos en el recto camino.
Desde que entramos en el mundo, Dios nos toma a su cargo y no tenemos que hacer otra cosa que seguir a quien nos guía y lleva; pero hemos de seguirle paso a paso, sin querer adelantarnos ni desviarnos.
   Abandono a la Providencia, expresión recia en sustancia, que conviene precisar. Abandono no significa resignación, que no entrega a Dios más que “una voluntad vencida”; ni aceptación, que “se sitúa frente a Dios como parte contratante”; ni asentimiento, que implica todavía ligera discusión interna.
  Es negarse, dejarse, perderse y al mismo tiempo, darse sin medida, sin reserva y casi sin mirar a quien ha de poseer. El acto de abandono en todos los acontecimientos, ocupaciones, accidentes y situaciones de la vida, encuentra su perfecta expresión en un solo “si.” Frente a la voluntad de Dios en sus mil formas, el alma abandonada pronunciare unida sola palabra: “fiat,” pero espontáneo, pleno, sin reserva ni afioranza; un fiat en el que vierte la plenitud de su fe, de su confianza y de su amor.
Entre los más sabrosos frutos del abandono se han de señalar la libertad, la paz y el gozo. Si hay algo que pueda hacer libre el corazón y dilatarlo, es el perfecto abandono a Dios y a su voluntad santa. Si la libertad consiste en el poder y el derecho de elegir lo que es mejor, el alma abandonada ha hecho esta elección: ha elegido la voluntad de Dios, y esto es lo mejor, lo más excelente. Quien constituye el querer divino en regla única y soberana de su vida, queda libre de cualquier género de cautiverio y tiranía, y encuentra la sola auténtica libertad, la de los hijos de Dios.

La vida de abandono origina en las almas dos fuentes profundas nunca agotadas, de paz y de gozo.
La paz, que San Agustín define como “la tranquilidad en el orden,” y que  consiste en poner y mantener en su lugar los seres y las cosas. El abandono a Dios realiza de modo exacto el pensamiento del gran Doctor.
  El orden se encuentra en la sumisión absoluta y universal del hombre a la soberanía de Dios, es decir, a su voluntad eterna y a sus disposiciones providenciales. Sumisión estable inmutable, porque descansa en la roca inquebrantable de la perfecta caridad.
¡bendito sea Dios!
  El abandono en Dios es también facultad de pacificación porque sitúa en su lugar, que es la voluntad divina, nuestra voluntad divina, nuestra voluntad y nuestra vida entera. Por eso, los santos muestran una serenidad de sin nubes, que recuerda la inmutabilidad de Dios. Nada les turba, ni les agita, ni les amarga o hace rebelar; son dueños de sí mismos entre los peores y más inesperados acontecimientos. Paz que no conoce el mundo, paz que nos legó Nuestro Señor Jesucristo y que es uno  de los frutos del Espíritu Santo.

  Paz que se dilata en gozo y exultación espiritual. Las almas que se abandonan a la voluntad de Dios no cesan de beber en la fuente de la dicha. Nunca se les ve tristes, descontentos, malhumoradas, quejosas; siempre aparecen sonrientes, irradiando el apostolado en torno suyo. ¿De que carecen y de que podrían lamentarse? Indiferentes a todo lo creado, Dios, único necesario, les basta; y a Dios poseen y de Dios gozan, identificándose con su santa voluntad.


  Un ser plenamente feliz es el que posee cuanto desea; este es el caso los que, Sedientos de Dios y de sus divinos quereres, encuentran ahí alimento y saciedad para el corazón.

¡Sea para gloria de Dios!




 “ESTRELLA” Pagina # 9 NOV-DIC DE 1995